Por: Jorge Rivas Rodríguez
Mucho se ha escrito por estos días sobre la obra de Rufo Caballero (Cárdenas, Matanzas, 1966), el popular crítico de todas las artes fallecido súbitamente, en horas de la noche del pasado 5 de enero en el Hospital Clínico Quirúrgico Hermanos Amejeiras, en la capital de la Isla, enorme pérdida para la cultura nacional, enlutada por su veloz partida, en pleno ejercicio de sus facultades como hombre joven, como creador.
“La voz más sobresaliente del universo artístico en Cuba”, al decir de la destacada intelectual María de los Ángeles Pereira en la contracubierta de Agua Bendita —uno de los más recientes libros del también escritor, ensayista y profesor— , dejó profundas huellas en el arte y la literatura cubanos, pero quisiera particularmente referirme a la parte más humana de este gran amigo que a los 43 años de edad había obtenido decenas de premios y reconocimientos, así como dos doctorados y prestigiaba con su magisterio los principales centros de altos estudios de La Habana sobre arte, cine y literatura, en muchos de los cuales era Profesor titular…
Su obra crítica y ensayística sobre cine, artes plásticas, música, sociología, danza e historia de la plástica contemporánea forman parte del patrimonio más valioso de la nación, prolífera y corta carrera a través de la cual publicó más de una docena de libros y cientos de palabras para revistas y catálogos especializados en arte. Próximamente saldrán de imprenta dos nuevos títulos suyos, entre ellos su primer libro de narrativa, cuyo editor y prologuista, el prestigioso escritor Francisco López Sacha, me aseguró que este libro de Rufo era una sorprendente joya de la literatura en la Isla, con la cual su autor se estrenó como narrador.
Sus extraordinario afán investigativo y su capacidad de análisis sobre diversos temas socio culturales, también le permitían realizar profundos juicios que por igual se extendían a fenómenos de la sociedad cubana, tales como la fanática masividad en el béisbol — implacable industrialista— o a las más recientes “preocupaciones” de sus coterráneos por las nuevas medidas que en el ámbito laboral se generan en la Isla.
En relación con este último asunto fueron sus últimas escrituras, trascendentales e incondicionalmente enfrentadas a ciertas manipulaciones de los enemigos de la Revolución Cubana, texto esencialmente dirigido a los trabajadores y que aún se reproduce en muchos medios nacionales y de otros países bajo el título de La actividad económica y social por cuenta propia sería el batacazo final al dañino paternalismo socialista del subempleo.
Rufo sentía especial preferencia por las gentes del barrio para las que también —y mucho— pensó como comunicador. Recurrentemente me comentaba su dicha por haber vivido una Revolución como la nuestra: “No se puede perder este noble proyecto, el socialismo es la solución”. Ahí está su obra toda: comprometida, valientemente crítica y oportuna.
Hace algunos meses, cuando redactó las palabras del catálogo de una exposición de pinturas del también célebre compositor musical y actor de la televisión y el cine, Albertico Pujol, la cual se presentó en Miami, fue groseramente agredido, en un sitio de internet, con burda prosa, por un desconocido crítico que abandonó la Isla hace varios años. “A esa gente no vale la pena responderles, en realidad no me perdonan que he seguido aquí, aquí he hecho mi obra, y aquí seguiré hasta el final…”, dijo sin reconcomio, pero con pena por el colosal ridículo de aquél.
“Nadie espere nunca de mí un gesto que lastime a Cuba. Nadie. Soy crítico, muy crítico, la complacencia me cuesta; pero por mis venas anda Cuba, con sus aciertos, con sus torpezas, con su arte”(1), dijo con evidente satisfacción en una entrevista que le hice, hace varios meses, con motivo de la presentación de Agua Bendita.
Era inexplicable la capacidad intelectual de Rufo, sus enciclopédicos conocimientos sobre el arte y la cultura universal, evidentes a través de toda su obra, la cual igualmente incluye su labor como excelente comunicador, fundamentalmente en programas de la televisión entre los que se hizo imprescindible su presencia en los Lucas del mediodía dominical. Ese día, al concluir su comentario sobre video clip, recibía su llamada, puntual, no para saber cómo se vio su imagen, sino para conocer si sus palabras llegaron con claridad al gran público, sobre todo a los jóvenes, a los cuales, desde cualquiera de sus tribunas expresivas, les trasmitía el interés por preservar los valores de cubanía, y las principales conquistas de nuestra cultura. Cada intervención de Rufo era de “culto” —como él mismo calificaba las exquisiteces de otros—, magisterio de quien sabía dirigir el diálogo y convencer.
Han pasado varios días de la fatídica noticia. Para quienes durante los últimos tiempos vivimos muy cerca de este eminente hombre-muchacho es imposible admitirlo. No sé por qué los genios suelen vivir pocos años. Hace poco más de un mes Rufo tenía muchos proyectos por realizar, entre ellos, como él mismo había afirmado, “vivir. Vivir. Es ese el oficio más difícil y el más reparador. No el de crítico; no el de ensayista; no el de narrador. El oficio de aprender a vivir…” (2).
Entre sus proyectos inmediatos hablaba de su participación como jurado central del último Festival de Cine de La Habana ―lo que no pudo asumir debido a su estado de salud―, así como de las presentaciones de dos nuevas obras en la próxima Feria internacional del Libro y de su más reciente video de arte, el que realizó con la prestigiosa bailarina Viengsay Valdés y el conocido trovador Polito Ibáñez, al que dedicó intensas jornadas de trabajo.
Pero pocos conocen que detrás del crítico audaz estaba el amigo fiel, el niño que disfrutaba con cambiar los nombres de cuantos conocía por extraños rejuegos de palabras, el que sonreía con los cuentos y chistes de los amigos, el que ante las adversidades invocaba la razón, el que encontró en mi caballo Tico recurrentes motivos de humor… Rufo era, al decir de sí mismo, un verdadero “jodedor. Bailador de salsa y de reguetón. Y admirador empedernido de Cuba, su cultura y su gente” (3).
Él disfrutaba del diálogo sincero y juicioso; y se alegraba ante un gesto o una acción que denotara inteligencia, tanto como despreciaba la incultura, la mentira, la falsedad, los malos modales y la adulonería. Podía vérsele lo mismo en un concierto de música sinfónica o en una función de ballet ― admirador de la Escuela Cubana de Ballet y del Ballet Nacional de Cuba―, que detrás de una conga, arrollando por la calle Manglar, o en una fiesta entre amigos, compitiendo con el más brillante bailador.
Así era Rufo Caballero, el afanoso trabajador de la cultura del que ―al conversar con él― siempre se aprendía algo nuevo. Humano al fin, también solía incomodarnos con testarudas y caprichosas decisiones, asumidas desde la altura de quien “podía” predecir emociones y conducir sentimientos.
Él hizo trascender convincentes juicios a favor de algunos de los movimientos artísticos y culturales de entre milenios, recibidos con cierto recelo por determinadas zonas de la sociedad. En tal sentido, quedan sus críticas favorables a la promoción del reguetón y el rap, y sus valiosos ensayos sobre género y diversidad. Las artes visuales igualmente encontraron en él al más atrevido analista de todos los tiempos, al crítico riguroso y sincero que nunca se inclinó por gustos o preferencias en detrimento de unos u otros estilos, movimientos y tendencias. Su visión del arte se fundaba en los valores artísticos y espirituales de la obra de los creadores.
Mucho habrá que estudiar, a partir de ahora, sobre el legado de Rufo Caballero, el cual es también conocido en casi todos los continentes. Su súbita desaparición física no le dio tiempo para organizar su numerosa papelería, los cientos de apuntes, proyectos e ideas que quedaron inconclusos en su ordenador. Pero las enseñanzas, nobleza y capacidad del intelectual que prestigió con su firma casi todos los periódicos y revistas nacionales, amén de su prestigiosa presencia en la mayoría de las publicaciones artísticas y culturales de Cuba, quedarán como valiosos documentos para las futuras generaciones.
A pesar de todos cuantos les quisimos y admiramos, la irreparable pérdida de Rufo, en su mayor efervescencia humana y artística es un hecho real. Han pasado los días y aún, entre los cubanos, perdura la consternación. Viene a mi mente ahora la conocida canción de Alberto Cortéz, cuya letra rememora esta dolorosa ausencia: “Cuando un amigo se va, / queda un tizón encendido/ que no se puede apagar/ ni con las aguas de un río”
(1) , (2) y (3) “Agua bendita es un libro que celebra”, entrevistas a Rufo Caballero publicada en Trabajadores el 8 de febrero del 2010.
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El deceso de Rufo se produjo cerca de las nueve de la noche del miércoles en el Hospital Hermanos Amejeiras, en la capital de la Isla, donde un equipo médico de la sala 10 A, de Medicina Interna, encabezado por la doctora Julieta Sánchez Ruíz agotó conocimientos y técnicas por salvarle la vida, en riesgo tras la agresiva acción de varias patologías.
Con el sentido de justicia que caracterizó a esta figura ya imprescindible como referente en el estudio de la cultura cubana, quien reclamó siempre el necesario agradecimiento a quienes lo merecen por la calidad y trascendencia de su obra, poco antes de partir Rufo solicitó a las dos mujeres más amadas por él ―Nidia Mora, su madre, y Mayra Pastrana, su compañera desde hace 25 años, desde los tiempos de estudiante universitario―, que reconocieran ante todo la esmerada atención y los cuidados que también recibió en el piso 6A, de gastroenterología, por parte de un grupo de galenos dirigidos por el profesor Pedro Belbes Marquettis, jefe de esa sala. Gratitud que quiso se hiciera extensiva a todos los trabajadores de ese centro clínico quirúrgico, desde los especialistas, médicos, y enfermeras, hasta el personal auxiliar, quienes de algún modo contribuyeron a hacer menos dramáticos los últimos días de su existencia.
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